Eisenhower advirtió que el creciente poder del complejo militar industrial norteamericano, que aumentó enormemente durante la Segunda Guerra Mundial y siguió magnificándose con la de Corea, amenazaba con secuestrar la democracia estadounidense.
Él, general en jefe de las tropas norteamericanas que intervinieron en la guerra contra el nazifascismo, estaba diciendo la verdad, y podía decirla sin temor a despertar la menor sospecha. El viejo Ike era un hombre de derecha, un sólido militante del partido republicano a quien nadie en su sano juicio podía acusar de tener veleidades de izquierda. Eisenhower era un probado anticomunista que llevó adelante, con sus colaboradores, el vicepresidente Richard Nixon y los hermanos John Foster y Allen Dulles, el derrocamiento del régimen progresista de Jacobo Árbenz en Guatemala y aprobó la agresión norteamericana por Bahía de Cochinos, llevada adelante por Nixon, con la CIA, para derribar la triunfante Revolución Cubana.
Eisenhower fue esencial para acabar con el régimen nacionalista de Mossadegh, en Irán, y el de Juan Domingo Perón en la Argentina.
El derechista general advertía contra ese peligro al abandonar la presidencia de Estados Unidos, cuando ya no tenía que atender los intereses de los poderosos. Al final de su presidencia, el general quería situarse, al fin, del lado de sus electores.
Aquella advertencia ha venido corroborándose desde entonces y se hace evidentísima en los últimos años.
La OTAN –la Organización del Tratado del Atlántico Norte– fue fundada en abril de 1949 y, aunque se presentó como una organización que defendería a Occidente de la expansión militar de la URSS, apareció mucho antes de que se integrara el Pacto de Varsovia, en mayo de 1955. Que sus objetivos eran mucho más de dominación que defensivos, lo está probando el hecho de la supervivencia y el permanente fortalecimiento y crecimiento de esta alianza militar, pese a que el Pacto de Varsovia dejó de existir en 1991.
El complejo militar industrial es una poderosísima entidad productora de toda clase de armas que necesita de la constante expansión de la actividad bélica estadounidense y de sus aliados de la OTAN, que Estados Unidos lidera sin ninguna clase de duda.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos libró dos largas y costosísimas guerras –Corea y Vietnam– que debieron ser sufragadas por los contribuyentes norteamericanos para el exclusivo beneficio del complejo militar industrial. Entonces se invocaba el peligro del comunismo y de su expansión mundial. Cuando desaparecieron el campo socialista europeo y la propia Unión Soviética, el cantautor español Joaquín Sabina celebró el fin de la “guerra fría” y el advenimiento de una era donde dominarían la gastronomía, la peluquería y la bisutería. Cómo se engañaba el amigo Joaquín.
En lugar de ello vinieron más guerras, y ya no frías: George Bush lanzó la guerra del golfo pérsico, para oponerse a la brutal anexión de Kuwait por Saddan Hussein; la OTAN, bajo la presidencia de Bill Clinton, apoyó el despojo de Kosovo por los inmigrantes albaneses, pera acabar de sellar el desmembramiento de la socialista Yugoslavia.
El derribo de las torres gemelas encontró al fin en el terrorismo, el reemplazo, como pretexto, del desparecido comunismo . Un hombre, Osama Bin Laden, supuesto perpetrador intelectual del atentado neoyorkino, fue perseguido con dos guerras, contra Afganistán e Irak, que han matado muchos más inocentes que los que murieron en el World Trade Center. Al final, mucho después, Osama vino a ser asesinado en Pakistán, sin permitirle hablar. Así ha sido ultimado Muamar el Ghadafi, que había costeado la campaña electoral de su perseguidor Nicolás Zarkozy, y claro que no debía revolver esos lodos en un juicio internacional.
Como hicieron los militares chilenos y argentinos que Estados Unidos promovió en los años setenta, la OTAN también ha comenzado a ejecutar, o a permitir ejecutar, sin juicio.
El presidente Barack Obama triunfó en la últimas elecciones presidenciales norteamericanas, prometiendo el fin de dos guerras fraguadas por Bush y que sin embargo él ha mantenido. Los noruegos le dieron el Premio Nóbel de la Paz por lo que prometió: no se lo podrían conceder por lo que ha hecho.
A Obama lo buscaron con muchísimo cuidado: era simpático, inteligente, liberal y encima de eso, negro. Hace el mismo trabajo que el tonto texano rubio George W. Bush, pero con un donaire que, si uno no mira bien, apenas si se nota lo que hace.
Como vaticinara el general Eisenhower, el poderío del complejo militar industrial ha terminado por secuestrar la democracia estadounidense. Los secretarios de defensa nortamericanos son, desde antes de ejercer como jefes del Pentágono, hombres de la industria militar. Cuando cesen como políticos, ejercerán como ejecutivos de ese gigantesco negocio, al que han servido durante su mandato. Mientras el complejo sea lo que es, los Estados Unidos tendrán una guerra andando y otra incubándose.
Representantes, senadores, ministros, presidentes, no responden a sus electores sino a esos intereses.
Franklin Delano Roosevelt quiso equilibrar las desigualdades que el capitalismo genera. Estableció que quien más ingresara, pagara impuestos mayores que los ciudadanos más humildes. Esos impuestos financiaban los servicios vitales que los pobres no pueden costearse con la facilidad de los ricos. Pagaban los servicios médicos, pagaban los subsidios que el trabajador percibía cuando quedaba sin empleo, pagaban una educación de calidad accesible a todos los ciudadanos; procuraban préstamos que podían necesitar los norteamericanos de clase media y obrera. Con todo sentido, se le llamó a ese sistema Social Security (Seguridad Social).
Roosevelt no era un socialista. Sus reformas estaban concebidas para lo que consiguieron: fortalecer la estabilidad del capitalismo en los Estados Unidos amortiguando la desigualdad económica y reduciendo la lucha ideológica entre ricos y pobres. Los capitalistas más obtusos lo odiaban. Debieron venerarlo por lo que hizo por ellos.
La clase política que llevará adelante las guerras que la industria militar reclama, aprendió la lección de Vietnam. El norteamericano necesita una motivación patriótica para arriesgarse a morir en una guerra y no puede tolerar la muerte de sus hijos por un causa que no comprende.
Tuvo sobradamente esa motivación en la lucha contra el fascismo. Se consiguió en parte con la propaganda en tiempos de la guerra de Corea. Vietnam fue el punto de giro. Nunca pudieron convencer a los estadounidenses de que Vietnam representaba una amenaza para su país, ni que su gobierno apoyaba las mejores causas en el sudeste asiático.. Los jóvenes que debían ser reclutados por el Servicio Militar Obligatorio, quemaban sus tarjetas para no ir a una guerra que rechazaban. Hubo miles de jóvenes estadounidenses emigrados a Suecia y Canadá.
Ahora, el reclutamiento obligatorio ha desaparecido. Los muchachos norteamericanos no están forzados a ir al frente. Los soldados son “contratistas”, que claro que no están entre los jóvenes de buenas familias. Son gente pobre que arriesga la vida por dinero; inmigrantes indocumentados a quienes se les promete la ciudadanía… si combaten y sobreviven. Los vietnamitas derribaron más de tres mil bombarderos durante aquella guerra: ahora, bombardean aviones sin piloto.
Pero los recortes neoliberales –el dinero no alanza para las guerras y para la paz– hacen crecer aceleradamente el desempleo y la imposibilidad de adquirir una educación apropiada; no hay una adecuada atención a la salud de millones de norteamericanos; los ancianos que han trabajado toda la vida, ven postergarse el momento de la jubilación y reducirse el monto de las pensiones que obtendrán; los veteranos de Vietnam ven repetirse la historia que sufrieron.
Inesperadamente, la guerra que los políticos quieren mantener tan alejada como lo están las naciones que atacan, se está librando en la propia vecindad: jóvenes, ancianos, jubilados, desempleados, veteranos de guerra, mujeres salen a las calles y exigen a gritos sus derechos, reclaman una democracia real y son gaseados, derribados con potentes chorros de agua, golpeados, arrastrados, pateados por una policía que parece haber encontrado a sus enemigos no en Afganistán ni en Libia, sino en el downtown de las grandes ciudades norteamericanas.
El secular bipartidismo estadounidense se está yendo por el sumidero. Si da lo mismo que gobierne el liberal Obama que el cavernícola Mitt Romney, las elecciones pueden irse ya se sabe a dónde.
Los Indignados están verificando que, además de la guerra contra Al Qaeda, contra los talibanes, contra los iraquíes, hay otra guerra contra ellos y que no tienen políticos a los cuales apelar ni un presidente de recambio. Por ello, están demandando que se prohíban todas las contribuciones económicas a las campañas electorales, porque esos que los financian, son los verdaderos electores a los que responden representantes, senadores, alcaldes, gobernadores y presidentes.
Están aproximándose a la raíz del problema.
Este movimiento espontáneo que son los Indignados, que es una arremetida contra un orden que sienten como enemigo, acaso no se ha preguntado todavía el por qué la tradicional democracia norteamericana ha dejado de trabajar para su pueblo, y ha sido ocupada por los banqueros. Sólo las mentes más lúcidas lo ven.
En una reciente carta a sus compañeros ocupas, Michael Moore está poniéndoles las cosas en claro:
El 1 % consiguió formar dos partidos que le obedecieran.
¿Cómo es posible que el 1 % de la población tenga dos
partidos y el resto, ninguno? Eso también debe cambiar.
“Recuperar el país para la mayoría”, ya es un modo de pensar que quiere convertir la espontánea “indignación” en una fuerza que eche abajo un orden que ha desposeído al 99% de los estadounidenses. Si se empeñan, pueden conseguirlo: pueden recuperar la nación que los millonarios han secuestrado.
por Guillermo Rodríguez Rivera
Fuente : Blog Segunda Cita